viernes, 25 de febrero de 2011

La trampa



Iba yo por la avenida Pedro Montt y dirigía mis pasos al Banco Estado. Me faltaban algunas cuadras para llegar, pero como iba con tiempo silbaba. La calle colorida, mostraba su ofrenda femenina en cada trecho, e inmerso en esta contemplación recordé unos versos de G. Rojas “me muero en esto, oh dios, en esta guerra de ir y venir entre ellas por las calles”. Soy Barítono desde los diecisiete y mi carrera de solista, pese a estar comenzando parece estar dando sus frutos. Hace no más de dos semanas he ganado en Italia un prestigioso certamen, donde se premió a la mejor voz cantante de mi categoría, con una suma en dinero no menor. Parte de la cual iba yo a depositar en mi cuenta bancaria, para tenerla de pequeño capital mientras llegue la oportunidad de invertirla.

Se explicará con esto mi afable carácter bajo el sol de las once.

En la intersección de Pedro Montt con otra calle que no recuerdo su nombre,  me aglomeré a la masa de gente que se agolpaba por cruzar y mientras apoyaba el pié al otro lado de la calle saboreando la fugaz sensación de llegar “al otro lado del río”, se desplomaba, junto a mi una viejecita, delgada como un suspiro. Me sentí culpable por que cayó muy cerca mío, tal vez, pensé, por que me quiso esquivar. Y la tomé por los costados para levantarla. Me pareció que su peso era más del que se esperaría de una ancianita, mezquina hasta de sombra. Al levantarse y hasta que hube de recoger el último tomate, que cayera de su pesada bolsa, me miró. Culpándome directamente de su caída, con ojos cansados, que poco se mostraban tras sus gruesos lentes. Ponía a su alcance en bulto para seguir mi camino, cuando dijo: “Voy hasta aquél letrero amarillo de allá” Y enfiló por la vereda, con paso lento, dejándome atrás con el bulto.

Desde atrás se veía aún más decadente, sus zapatos eran negros, uno más grande que el otro, caminaba inclinada a su derecha. Una falda marrón caía con desaliño bajo un chaleco rojo, descolorido por el sol. El olor a anciana me alcanzaba a la distancia de tres metros. Llegamos al fin ante una puerta, y dejé el bulto apoyado en el umbral. Con ceremonia, la viejita, habría la chapa. Yo seguía allí, como si esperara alguna cosa. Había algo que me hacía pensar que esto ya había ocurrido. Y recién entonces observé el rostro de la anciana. Era fea. Esa fue la única impresión que me dio. Se podía asegurar que por su cara pasaba, cada tanto, una afeitadora. El resto era tapado por sus grandes anteojos. Casi en el acto de fijarse uno en su rostro, llamaba la atención su pelo enmarañado el cuál se apoderó de mis contemplaciones durante el tiempo en que la puerta tornó, dando paso a una pequeña mampara, seguida de una angosta escalera. Recién ahí, la vieja, sonrió. Como hacen ciertos animales cuando piden de comer o que se les acaricie.

Me adelanté en tomar el bulto y el primer peldaño me trajo al recuerdo que se me hacía tarde para llegar al banco. Pensé en lo horrible del servicio de estas casas y en la fila que me tocaría hacer si demoraba más en llegar. “Gracias, mijito, por cargar mi bolsa. Yo estoy tan cansada...” Esto último lo dijo con un tono exagerado y majadero. Pero seguía con gesto duro, se notaba por su boca encorvada hacia abajo, y el labio inferior arremangado a su cara. Cada peldaño que subió de fue motivo de sonsonetes y resoplidos asmáticos que yo oía desde arriba.

Justo en el penúltimo peldaño, se detuvo. Y sacándose los anteojos me atravesó con ojos masculinos. Yo, que estaba parado frente a ella di un paso atrás. Y, presa del desconcierto más absoluto, le oí decir éstas palabras: “¡Cagaste conchetumadre!, ¡Entrégala to’a!” Junto a mi nacían dos manos desde adentro de un mueble grande, como un ropero, que me atraparon. La anciana, que estaba sufriendo una extraña metamorfosis abuela-hombre, mientras se quitaba la peluca, fue a dar a la mampara, producto de una magnífica patada en el centro del pecho, que propiné con precisión. Mientras, las dos manos, ahora provistas de cuerpo y rostro, me inmovilizaban. Dos tipos más venían. Y me ataron de pies y manos, para después golpearme durante unos tres minutos con una variedad de combos patadas y codazos, que no tienen fácil competencia, ni pueden soportarse sin alaridos de verdadero dolor.

Al término de su faena, los matones desaparecieron sin decir palabra. El hombre-anciana entonces, se acercó y de mi bolsillo extrajo, la suma de dinero.

No hay comentarios:

Publicar un comentario