jueves, 9 de diciembre de 2010

Mi terremoto (una crónica a destiempo)

   Hace dos días había llegado de mi viaje por el norte. Ya había celebrado mi regreso con los amigos el día anterior, pero como era sábado había que seguir celebrando; la junta fue en la casa del Ítalo en la Tira Larga. Las botellas de ron poblaban la mesa, y sentados en esta estaban varios de mis amigos, la música aún era de volumen moderado y nos ocupábamos en reír de chistes y tallas que salían por aquí o por allá. Al rato nos disgregamos, pues ya éramos demasiados dentro de la casa y algunos hicieron un fuego en el antejardín, mientras otros se dedicaron a “bajar” el ron en la parte trasera de la casa. Los que habían quedado dentro ya habían subido al máximo el volumen y se contorneaban a oscuras al ritmo de las cadenciosas músicas que están de moda (si se le puede llamar “música” a eso que ahora se baila). Yo venía de estar en el fuego del antejardín y me pasé a la parte trasera, al grupo de los que se afanaban en “bajar” el ron, que por su ocupación, era sin duda mi grupo favorito en esa noche. En un momento, motivado por el Gato, me pongo a rapear con él y con el Leo. Nos turnamos, como siempre, y cada uno en su momento, mientras otro hace el beat box, en improvisadas letras canta (dice) lo que siente, dejando su parecer en los temas que afloran a la vuelta de cada rima. Luego de bastante rato con éste, mi grupo predilecto, me voy al interior de la casa y el panorama es completamente distinto, en la oscuridad, apenas interceptada por  la poca luz que viene del fuego del antejardín, veo a las parejas apegadas moviéndose, presas del repetitivo ritmo que les azota y disfrutan, cantan trozos de letras y los contorneos se multiplican y se transforman en verdaderas insinuaciones de otro tipo, que sólo tienen su razón dentro de la música, en el interior de esta casa oscura, esta noche (o un poco más, quien sabe…). “Wena faic”, alguien me grita, y yo, que más que purista musical soy “bueno para el hueveo” (no faltaba más), me pongo a bailar con una de las niñas que ahí estaban, reíamos, y como siempre me pasa, me reía dentro de mí de lo ridículos que nos vemos todos, y de lo estúpidos que me parecen los que hacen esa música que bailamos, y por ende, nos obligamos a escuchar por ese rato. “He, he, he” me gritaba alguien, creo que el Lautaro. Y es entonces que a menos de un minuto de baile, justo cuando entregaba todo lo poco que tengo por entregar en materia de contorneos musicales, empieza un movimiento que primero comprobamos unos a otros con miradas cómplices y dudosas. Entonces el aviso clásico del temblor: “Tá temblando conchemimadre” y todos salimos al antejardín tranquilamente, sólo hubo uno, que en mala hora se le ocurría hacer el payaso gritando y provocando la histeria en los más temerosos. El temblor pasó a algo que parecía fin de mundo, las cosas caían y vimos cómo se movían los cables, y hasta hubo lugar para pensar en varias cosas, percibir el movimiento de la tierra, ver si donde nos hayamos estamos a salvo. ¿Qué será de mi madre? ¿Qué será de mi hermano? Y la anécdota que cuenta Vila de su tía en el terremoto del 39: esto tiene que ser terremoto en alguna parte.


   Pasado el temblor (que para mí eso fue), voy en busca de mi vaso de ron, y veo que en la casa se habían caído varias cosas, al rato varios amigos llamaban a sus familias y supe que en Santiago se había sentido muy fuerte. Recién decidí irme a casa cuando amanecía y ya habíamos bebido una gran cantidad de cervezas post-ron/post-terremoto al calor de una fogata cerca del bosque. En el camino el Yolo sintoniza la radio desde su celular y son las primeras noticias de terremoto que escucho, me preocupo, vamos a ver la casa de mis abuelos y empiezo a tomar conciencia de lo ocurrido. En mi casa el refrigerador había salido a caminar y llegó bien avanzado el comedor, se desmoronó parte de mi biblioteca y fueron a dar la suelo dos rumas de cd’s y un cuadro. Al otro día hablé con la familia y no obtuve malas noticias. 


   ¿Que cómo fue mi terremoto? Movido, vaya que fue movido.


Felipe Ibarra, Horcón, marzo de 2010.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

Plack

a Franz, Horacio y Julio


El insecto estaba alojado al interior de la prenda. Plack al articular sus dedos, una vez puesto el guante desesperó al bicharraco y este le picó en la unión de los dedos medio y anular.
Apenas alcanzó a sacudir la mano con locura, antes de abrazar con su otra mano la muñeca derecha. Flectó las rodillas y se encuclilló, sin caer completamente al suelo. Trató de enderezarse. El fulgurante dolor nacía desde su mano en palpitaciones continuas. Entonces, atinó a sacarse el guante y al tratar de moverlo un segundo y un tercer punzazo estremecieron, desde la mano, todo el cuerpo de Plack. No pudo evitar un grito cerrado y el asomo de lágrimas espesas que no alcanzaron a rodar por su cara.
Maquinalmente tomó la punta de la tela del extremo del dedo medio y dio un fuerte tirón, arrojando la prenda al suelo. Dio un pisotón y lo que sea que hubiese allí dentro fue muerto y luego maldecido por Plack.
Una viscosidad verde venía a vislumbrarse por entre la tela, y se mezcló con la tierra que dejó el zapato de Plack al momento de pisar el guante.
Volvió la vista hacia su mano. Agarrotados sus dedos se separaban en exagerada contorsión. Poco a poco el eléctrico impulso corría bajo su piel, por el brazo.
Sacóse la chaqueta y la arrojó a la cama justo antes de que la parálisis fuese completa y se entregó al piso. Alzó los brazos invadido de dolor, calambres indómitos resquebrajaron sus entrañas desformando sus miembros, comprimiendo las porciones musculares, las piernas se crisparon, se arrastraban por la alfombra, ajenas a todo control. En estado deplorable alcanzó a ver pequeñas pintitas negras que como estrellas constelaban la palma de su mano, y venían a pintarse en su muñeca, a lo largo del brazo. Su rostro de empalideció, diríase que un tono verde, azuloso dominaba esa palidez de muerte. Al poco rato, las escasas regiones de su cuerpo que no hervían en llagas negras, sangrantes, se vinieron a pintar de este pálido verdoso inquietante hasta la histeria. De su nariz dos hilos de sangre venían a caer por los costados de su boca, ésta se encontraba apretujada como si hubiese sufrido un golpe con un garrote. Sus fauces, en tanto, estaban hinchadas, lo que le daba un aspecto parecido al que tienen cierto tipo de sapos gordos y malevos.
Engrosábance las arterias hasta casi estallar. En su rostro cientos de venas palpitantes, oscurecidas, se marcaron contra el pálido verdoso de su piel, haciendo recordar una especie de mapa terrorífico, un engranaje de cañerías averiadas bombeando petróleo. Se arrastraban por entre las venas de su rostro pesados bultos, coágulos que se movían lentamente, como babosas. Plack, sin embargo, parecía como entregado al sueño.
Repentinamente dos protuberancias rasgaron su espalda por sobre los hombros, y le hicieron enderezar el cuerpo. En el acto se duplicaron las convulsiones, y pareció que al cuerpo de Plack le volvía la vida. El mentón se le arremangó a la cara, al tiempo que la mandíbula superior fue provista de enormes colmillos. Sus ropas rasgadas desde dentro cayeron dejando a la vista sendos manchones de pelo ralo, oscuro y grasiento. De su abdomen, ahora abultado groseramente, nacían seis patas, que en combinación con lo que antes eran sus piernas (y ahora dos patas peludas con varias rodillas, terminada en una especie de pezuña blanduzca) hacían perfecto juego en utilidad y proporciones.
Por fin, aunque dificultosamente, la cosa extraña esta se puso de pié.
Si de poder detenerse a observar en detalle la cabeza de este fascinante monstruo se tratara, veríanse primeramente sus ojos, como calidoscopios impenetrables, obscuros como espejos negros, llamaría la atención, entonces, un pequeño punto, puerta de todas las maldiciones, dibujado en el centro de sus muchos ojos.
Por último sus brazos se contrajeron, quedando como tenazas pequeñas, que terminaron de dar forma a la monstruosa alimaña con horripilante forma de insecto. Ensayó un par de movimientos, reconociendo su nuevo cuerpo, excretó una asquerosa leche amarillenta de olor espantoso y escapó por la ventana.

lunes, 29 de noviembre de 2010

conversación con un pintor


Había una vez, un libro abierto, que mientras lo acariciaba un pulgar en el terciopelo de sus hojas era constantemente recorrido por los ojos del lector que lo sostenía entre sus manos.

Todo era calmo aquella mañana, en que la trama de la novela fluía por las páginas que pronto eran cambiadas por las siguientes, y así cada cierto rato. Iba en la parte en que Juan Pablo Castel llega a la finca decidido a matar a María Iribarne, aún con grandes confusiones. Carlos comprendía la trama sin problemas y se sentía invadido por la impotencia de aquel hombre, aquel pintor raído en lo más profundo de sus sentimientos. Lo compadecía, sin darle toda la razón.

De pronto su vista se fue perdiendo, a medida que avanzaba en la lectura, una sensación parecida al sueño, le abrió las puertas a la siguiente visión, las letras comenzaron una danza de colores que se mezcló con la imagen de él, sentado en un banco de plazoleta junto a Juan Pablo Castel hablando de pintura y de mujeres. Carlos miraba atento a Castel, quien como buen pintor, no hizo mayor referencia a su pintura pero sí habló de una tal María, mirando constantemente su reloj.

Luego de una pausa Castel miró a Carlos con los ojos vidriosos y le confesó sus más secretos sentimientos, dijo que María era toda su obsesión, que luego de que ella viera en aquella ventanita, de su pintura, parte de su propia esencia, hizo comprender al pintor que esa era, lo que algunos llaman, su alma gemela.

Castel sabía que María no le pertenecía; a pesar.

Me dio las gracias por escucharlo, se levantó y esa misma noche se quitó la vida.


faic, 2007

miércoles, 24 de noviembre de 2010

El noveno corazón

Aquello ocurrió allá por el siglo XVIII, en un mítico castillo del cuál se saben más historias que datos precisos de su ubicación. Sir Davis Carroll, inglés de nacimiento, en sus años había rechazado cargos en la corte para dedicarse a la vida de excesos por la cuál es recordado. Tenía, desde luego, fama de abusivo y libertino y vivió solo en aquel castillo hasta que nació su única hija, Virginia.
Un antiguo compañero de la academia, que llegó a ser un gran amigo en aquellos años de la lejana juventud, me confió esta historia, que a su vez le fue narrada por su padrino, un hombre que tuvo la suerte de viajar a los rincones más extraños que se puedan imaginar y que dejó un legado de dos tomos de historias que fue recogiendo en sus viajes y que fueron publicadas tras su muerte bajo el nombre “Historias del otro lado de la montaña de Lafinur Montalbán. Ediciones del bronce”
Eran las vísperas de la visita de Jocovik Jaráh al castillo de Sir Davis Carroll. El menú para la ocasión consistía en una antigua receta que Jocovik conoció en uno de sus viajes y que llevaba por nombre “el ensalzado de los ocho corazones”. Jocovik era un excéntrico que había recorrido toda Europa, Asia y parte del África en busca de los manjares más exquisitos para acariciar su paladar, conocía recetas ocultas de los monasterios belgas, como de las antiguas dinastías chinas, de pueblos fascinantes del Vietnam, de tribus africanas que practicaban el canibalismo.
Para la preparación de aquel plato se necesitarían, desde luego los ocho corazones, y algunas raíces e ingredientes especiales, que Jocovik hizo llegar a Sir Davis junto con el manuscrito en donde detallaba cada uno de los pasos a seguir para preparar el supremo platillo, labor que no requería de un gran dominio de las técnicas culinarias, pero sí un extremo cuidado con cada una de las curiosas indicaciones. El corazón, que por cierto debía ser humano, tendría que ser extraído con delicadeza, los conductos que lo atan al pecho, llámese venas, arterias u otros serían cortados por metales al rojo vivo para que quedaran sellados y el corazón quede entonces lleno de su propia sangre. Mientras más hinchado de sangre esté, mejor será el bocado y más suave será la carne del corazón al momento de comerlo, decía la receta.
Será necesario extraer el corazón cuando éste aún esté latiendo, para que tenga buen sabor, de lo contrario se vuelve amargo y es imposible comerlo, pues se endurece rápidamente.
Sir Davis Carroll, había comprado ya ocho jóvenes de buen tamaño, los había mantenido durante más o menos un mes viviendo cómodamente. Los ocho adolescentes, que no pasaban de los 15 años de edad, había ejercitado sus cuerpos en paseos por las dependencias del castillo, se habían bañado en la hermosa laguna que Sir Davis tenía en uno de los patios al costado del castillo y asistían todas las tardes a conciertos que daban en el salón del castillo los mejores músicos del reino, para el placer de los ocho jóvenes, tal como le aconsejaba Jaráh en su extenso documento.
Bien alimentados y llenos de dicha los jóvenes disfrutaban de su tranquila vida sin preguntarse cómo, ni porqué, habían llegado a aquel castillo, y eran tratados como príncipes.
Una de las cosas más importantes, a tomar en cuenta, era que, entre que el corazón late con vida en el pecho del elegido para el sacrificio y hasta que es servido no debe pasar más de una hora. Esto, decía el documento de Jocovik, era fundamental en las creencias populares de donde venía esta receta. Si se excede este plazo, a quien comiere, un poco si quiera, le recaerán horribles maldiciones de las que no se librará ni él ni su familia. Jocovik fue tajante en que se respetasen dichas creencias y bajo estas sentencias y consejos se llevó a cabo la preparación del menú de aquella noche.
Los ocho jóvenes esa tarde almorzaron en el mismo castillo, y luego de la comida, mientras dormían la siesta que ya habían tomado por hábito, fueron inducidos a un largo sueño, del que no despertarían, con unos inciensos que los dejaría dormidos por muchas horas; el estado ideal para ser sacrificados esa misma noche en medio del sueño, sin dolor alguno, sin perturbaciones y en absoluto reposo.
La cena estaba fijada justo a la media noche y ya estaba todo listo. Solo faltaban unos instantes para que llegase Jocovik Jaráh, cuando entra al despacho de Sir Davis Carroll uno de sus súbditos con una nota emitida una hora antes por Jocovik que decía lo siguiente.
Querido amigo, esta nota llegará a vuestras manos minutos antes de mi llegada. La receta, que sé estas ansioso por probar, cuenta con un detalle relevante. Su verdadero nombre es “el ensalzado de los nueve corazones”.
...Yo llevaré el ingrediente que falta.”
Al leer estas palabra Sir Davis Carroll quedó desconcertado ¿Cómo podría, Jocovik, equivocarse en la receta que se supone conocía tan bien? Fue a la cocina e hizo leer el documento al cocinero para ver si notaba alguna pista que comprobara el error, él mismo releyó el manuscrito de Jocovik y no halló indicio alguno de un noveno corazón. Salió de la cocina y entró en el comedor. Ya estaba todo listo, la mesa muy bien puesta, las velas en sus góticos candelabros iluminando todo con sus destellos amarillentos, el ventanal enmarcaba una luna llena que bañaba de plata el jardín y los techos próximos de las otras habitaciones del castillo. Se tranquilizó, pero aún con una extraña sensación de duda se fue al salón principal a esperar a su invitado.
Justo antes del tronar de las campanas a la media noche, Jocovik Jaráh, hizo aparición en el castillo. Cubiertas sus espaldas por una capa negra, un elegante sombrero ensombrecía su rostro. Traía en su mano derecha una bandeja de plata y en ella un palpitante corazón de fuerte aroma, que parecía palpitar, henchido aún del calor de vida que en él hubo.
Pasaron al comedor en un instante e hicieron un brindis cuándo ya todo estuvo listo. Dejaron el vino y se enfrentaron al banquete. Los rostros de ambos resplandecieron al ver lo hermoso que tenían frente; los nueve corazones sazonados con una exquisita salsa de sabores suaves, que haría perfecto juego con el sabor robusto y al mismo tiempo delicado de los corazones.
Jocovik ofreció al anfitrión, el honor de degustar, el corazón que le pareciera más apetitoso, Sir Davis aceptó y luego de observar el conjunto no dudo en tomar el más grande y de mejor color, el corazón más hermoso de los nueve que allí esperaban para ser servidos. Era el mismo que trajera Jocovik, y en efecto, tenía un tamaño perfecto y no bastaba haber probado la carne de este tipo de órganos para saber que ese era el más apetitoso.
Al acercarlo a sus labios le invadieron los aromas dulces de la sangre y sintió la tibieza de la carne al darle el primer mordisco. Tuvo que inclinarse hacia delante y dejar que cayeran en un platillo los chorros de sangre que caían por los costados de su boca. Ya en la primera mascada Sir Davis sintió cómo fuerzas animales nacían en sus ansias de comer.
Se sintió dichoso, los sabores eran increíbles, jamás había probado algo tan bueno, la carne estaba tan tierna como lo era una seda y sabía tan delicioso que Sir Davis olvidó toda buena costumbre y devoró de un solo bocado el resto de corazón. Se sentía grosero, algo desconocido le invadía entonces y al terminar de comer y sorbetear del platillo la última gota de sangre del maravilloso órgano miró a su amigo con el rostro iluminado, éste tan solo le devolvió una sonrisa y sin perder un instante se hizo de uno de los corazones, lo apretó entre sus manos y lo devoró, también en un instante. Sir Davis al mismo tiempo devoró uno y otro con la misma ansia con que devoró el primer corazón, aquel órgano exquisito, lleno de vigor, que le mostrase este universo nuevo de sabores que jamás pensó que existían.
En el transcurso de la cena, claramente no hubo lugar al diálogo y sólo se oían los sonidos propios del mastique, el deglute, el trapique, el engullido y el sorbeteo del banquete feroz.
Al final de la noche, bebieron un poco de vino y saciados comentaron la delicia. Jocovik se excusó al poco rato y no quiso pasar la noche en el castillo de Sir Davis, aunque éste le insistía en que partiera a la mañana. Se despidieron, Sir Davis le decía entonces que volviera al próximo mes para repetir la cena, a lo que Jocovik contestó “Lo siento querido amigo, pero cuando amanezca ya no opinarás lo mismo. Entonces, no trates de buscarme.” Sir Davis Carroll, no comprendiendo estas palabras, despidió a su invitado.


A la mañana siguiente fue hallada Virginia, su hija, con el pecho abierto.


Faic, junio del 2007, junio del 2009