miércoles, 1 de junio de 2011

Todo / Nada


El cielo entonces, era el cielo más amplio que jamás viera aquel pajarito de pecho más amplio aún, que volaba sobre la ciudad cumpliendo el rito milenario de las aves en la época del apareamiento. Era tan chiquito que cabría en mi mano; era tan hermoso que esa mañana las nubes no quisieron salir.

Iba en busca de su hembra, y la buscó por toda la ciudad, primero en las cercanías del puerto, allá por donde se vociferan los paseos en lanchas y se pueden ver los grandes barcos extranjeros. Anduvo por el reloj Turri, pasó por la Aníbal Pinto, recorrió Condell y Pedro Montt. Subió por Cumming; la pérgola de las flores, la plaza Sotomayor. De vuelta a la plaza de la Victoria, cerro Alegre, cerro Cárcel. Anduvo hasta por el congreso, y de vuelta se vino volando, naturalmente, directo a la plaza Echaurren. Agotado llegó a la iglesia la Matriz, recorrió el puerto con un último suspiro, hasta que la vio por ahí por Errázuriz, quieta en lo más alto del tendido eléctrico. Su alma de pajarito le volvió al cuerpo; cómo deseaba a aquella criatura que tenía enfrente. Se posó en unos de los cables paralelos al de su hembra, se miraron. Estaban tan cerca, pero entre sus ojos había tanto cielo.

Las plumas de su pecho se engrifaron de excitación, y lanzó al cielo un canto hermoso, que se oyó por todo el puerto. Aquellas notas dulcísimas se mezclaron con los ruidos de algún barco, el bocinazo de alguna liebre.

Luego de esto vendría el momento de acercarse, las caricias pajarunas, el revolotear de plumas. La primera etapa del cortejo se cumplía perfecta, con las últimas notas del piar de nuestra avecilla.

Ahí estaban los dos en lo alto, sobre los hilos que cruzan la ciudad, moviendo la cabeza de un lado a otro con ojos brillantes, picoteando el aire, buscándose mutuamente para hacer contacto.


Y luego todo fue un chispazo, un humito que se disipara al rato después.

[..ilustración de Carla Renault..]


(faic, horcón, invierno 2009)

(...)

Una amiga es capaz de hacer 712 click en 30 segundos, en un juego de facebook. Entonces juego horas para tratar de superarla. Ya vencido me acuesto y ahora paso horas pensando en cómo será de empecinada, mi amiga, cuando se masturba.


(faic, invierno 2010)

viernes, 4 de marzo de 2011

La muerte de Apólito, el último ángel



   Afuera se apagaban los últimos ruidos de la tarde. Se podía escuchar el silbato del último tren de la vieja estación casi siempre vacía. En un pupitre improvisado con aspecto de años de quietud se encuclillaba Cora para rezar antes del té. Apólito reposaba, con el mismo aspecto del pupitre; aspecto que cubría todo el interior de la casa que compartía con Cora. Miraba, por mirar algo, las últimas luces en la ventana.
-         Tú también te deberías encomendar.
-         ...
-         Es el colmo, no lo puedo creer – decía Cora mientras juntaba las manos.
-         ...
-         Por eso estamos aquí... solos.
Apólito no quitaba la vista de la ventana, prefería el parpadeo de la tarde a la devoción de su mujer por el Dios que los tenía despechados.
El cántico de Cora apenas se escuchaba y de tanto en tanto era cortado por un sollozo. El canto religioso, tenía una belleza extraña, la voz de Cora era como si muchas voces. El idioma no marcaba, para oído humano alguno, transición reconocible entre vocales y consonantes, sílaba y sílaba. No hay armonía posible para encuadrar aquella música balbuceada.
Con ojos furiosos, el viejo Apólito, mantenía su vista colgada en la noche a través de la ventana, en donde si uno se detenía, el reflejo de Cora era insinuado gracias a la única vela, que parecía danzar, en el centro del pupitre.
El cántico culminó con una nota única y mantenida por Cora hasta que pareció que el sonido salía directamente desde su pecho, como un silbido. Y, en efecto, no podría ser de otra forma. Cora ya había dejado la melodía permaneciendo en profunda meditación, sin embargo el sonido aquel de aquella nota, vibraba en toda la casa. Un sonido tal, que parecía darle un extraño color a cada objeto e iluminaba el lugar haciendo inútil ya la luz de la única vela, ahora quieta.
Tendido en el sofá, cuerpo caído, gesto amargo. Apoyado en sus amarillentas alas, de ángel caído, pensaba. La condena era amarga. Lo quemaba por dentro. Y por fuera, lo abrazaba un frío eterno. Una lucha insoportable en un cuerpo desgastado que no quiere la resistencia.
Luego de un rato, que pareció mucho tiempo, Cora se enderezaba en medio de la transparente sinfonía del silencio.
Un grupo de flamas hirviendo una vieja tetera sin tapa. Una mesa de maderas desgastadas, que entre sus tablas, muy juntas, mostraba sus selladuras de superficie, hechas por años. De harina y agua; harina y agua. Años de pan y pasteles, pastas y podo tipo de masas, que Cora se afanaba en preparar, al caer la tarde, para acompañar el té. Era este, tiempo bueno, las grosellas tenían un perfecto equilibrio entre dulce y ácido, el sabor preciso en el vaivén de los sabores que presenta la buena grosella.
...Y el ritual de las masas. Cora encorvada luchando la lucha del panadero.
Atrás, Apólito parece dormitar con los ojos abiertos; vacíos. Tiene ese aspecto que solo una prenda en desuso puede alcanzar si está tirada en algún tejado, expuesta al sol y al polvo. La penumbra que envuelve a Apólito es la penumbra que envuelve al desterrado, al que está en exilio, al que tiene marcada la frente, al maldito. Con ojos que han olvidado el llanto parece decir su última consigna. Y parece cantar. Adentro muy adentro, el viejo Apólito dice su himno.
Cuando la cena estuvo lista Cora preparó los últimos detalles. Ubicó el canasto del té y el azúcar; partió trozos de tarta, para llevarlos a la mesa.
-         Está lista la tarta... se va a enfriar el té.
-         ...
-         ¡Apólito!
-         ...
-         ¡Apólito!
-         ...
-         ¿¡Viejo!?
-         ...
Dejó caer el cuchillo y avanzó hacia el sofá. La muerte abrazaba al viejo Apólito y ya había apagado el último calor de su pecho. La mirada del muerto contrastaba con su expresión, mezcla de alborozo, terror y descanso.




(faic, valparaíso, 2008)

viernes, 25 de febrero de 2011

Extraño recuerdo o sueño que tuvo un hombre cualquiera


La isla llevaba por nombre un color ¿Bermellón? ¿Damasco? No, no era damasco.Era un rito. Mujeres lindas, hermosísimas, servían  vinos y manjares a sus invitados. Todo era confuso, la realidad se veía a través del  embriague. Los invitados eran todos varones y en la isla sólo había mujeres. Tocaban músicas, danzaban, servían y daban masajes a los comensales. Mantenían el fuego vivo de la gran hoguera, de la cual se desprendían aromas dulces, nauseabundos. Había un lugar. Pero esto era después del gran banquete. En donde había otras músicas. El gran fogón estaba algo apartado. Pero flameaba cada vez más fuerte. Era como un ojo que parecía dominarlo todo. Un sol en medio de la isla y de la noche, en  donde las dos parecían eternas. Los hombres caían rendidos, esparcidos por el prado. Un prado verde y negro con muchas flores obscuras,  pero blancas; plantas, siluetas de árboles. Las mujeres que eran  más, rodearon en número de cinco a siete a cada hombre. Y parecían disputarse la atención del macho. Sus ropas, blancas todas, de telas suaves como túnicas griegas caían en una danza lenta, pero fatal. La fragancia ahora era mucho más fuerte y el fuego ardía en un solo grito de aromas casi reconocibles. Algo había del olor de las rosas, y de ese otro olor... ¡Hay, ese olor... si pudiera sentirlo una vez mas!En ese instante empezó la  cogedera.  Una somnolienta hipnosis sería la que transformaba a los varones, ahora dueños de la máxima vitalidad, en verdaderas bestias sexuales. La fiesta duró mucho. Horas, tal vez. Hasta que las cinco o siete mujeres caían agonizantes, una tras otra en rededor del macho. Y estos dormían, luego de la gran  cogida,rodeados por estas espigas blancas, que eran las mujeres de la isla. Y es ahí donde se me borra todo. Una cosa extraña, como un bloque, o una mano arrebatadora me tapa o me quita las visiones. Algo inexplicable no me deja indagar más en aquellas experiencias remotas. Todo se vuelve obscuro y nebuloso cuando trato de recordar lo que ocurrió en aquel momento. Finalmente desperté, cuando fui entregado al fuego, junto a los otros cuerpos de los invitados.

La vida



Viajé desde las aguas claras de las montañas nevadas. Fui un pequeño barquito en ríos que cruzaron extensiones de roca y hielo. 

Quedé varado en una piedra fría y ciega por unos meses; me congelé, y producto de una crecida de las aguas, continué mi recorrido. Por cosas del azar, me tragó un recipiente y fui vaciado en otro. Quedé atrapado en un estanque enorme y después pasé meses atorado en unas cañerías. Vi la luz al salir de la llave que abrió un señor vestido de marino, para llenar un vaso y beber agua. El marino no me vio y fui tragado por él. Fue entonces que pasé mucho tiempo en el cuerpo de aquel señor y fui la causa de un cálculo atroz, por las grasas y materias muertas que en el interior de su cuerpo se me pegaron, y formé una especie de quiste maligno que casi lleva a la muerte al uniformado. Al pasar los años fui liberado por un grupo de médicos en una complicada cirugía y pude ver por segunda vez la cara de aquel hombre. Ahora llevaba bigotes y le llamaban almirante. Estaba distinto. Mi cuerpo y las materias que lo cubrían fuimos entregados en un recipiente metálico y vi cuando sacaron la camilla donde iba el sujeto de que les hablé.  Luego volví a las aguas. Aquí todo era muy distinto a como era en las montañas; ahora estaba en una gran ciudad. Navegué por conductos y caños, recorrí el cuerpo de una mujer al salir por una ducha y conocí las represas. Algunas veces quedo estancado por días en alguna rejilla o en algún filtro, pero pongo todo mi empeño hasta que logro zafarme. 

Me gusta viajar. A esta ciudad la conozco toda y,  aunque a veces extraño las montañas, me siento muy cómodo acá pues tengo mucho por recorrer y observar. Nunca más vi al marino ese y pienso que me gustaría encontrarlo alguna vez para saber cómo está. Hace poco fui entregado a este río. Es muy bonito. El recorrido es alucinante, el verde del pasto se mezcla con los cerros amarillos y morados, brilla un cálido sol y abundan los peces, en este río. Sé que me estoy alejando, y quién sabe dónde voy a dar. Pienso que me gustaría volver en algún momento, pero eso nadie lo sabe. Si llego otra vez aquí, espero ser recordado por lo que soy: un errante pelo de oso polar. 

Puertas que se abren



Te levantas. Son las dos y media. Refriegas tu cara y te colocas las sandalias para soportar el frío en las baldosas del baño. Recorres el pasillo y pasas por el living. Está allí tu guitarra, durmiendo en el sofá. Pulsas la cuerda más grave y antes que se acabe el sonido de la cuerda que quedó vibrando meas, te lavas las manos, y mientras te mojas la cara miras el espejo. Entonces me ves.

La trampa



Iba yo por la avenida Pedro Montt y dirigía mis pasos al Banco Estado. Me faltaban algunas cuadras para llegar, pero como iba con tiempo silbaba. La calle colorida, mostraba su ofrenda femenina en cada trecho, e inmerso en esta contemplación recordé unos versos de G. Rojas “me muero en esto, oh dios, en esta guerra de ir y venir entre ellas por las calles”. Soy Barítono desde los diecisiete y mi carrera de solista, pese a estar comenzando parece estar dando sus frutos. Hace no más de dos semanas he ganado en Italia un prestigioso certamen, donde se premió a la mejor voz cantante de mi categoría, con una suma en dinero no menor. Parte de la cual iba yo a depositar en mi cuenta bancaria, para tenerla de pequeño capital mientras llegue la oportunidad de invertirla.

Se explicará con esto mi afable carácter bajo el sol de las once.

En la intersección de Pedro Montt con otra calle que no recuerdo su nombre,  me aglomeré a la masa de gente que se agolpaba por cruzar y mientras apoyaba el pié al otro lado de la calle saboreando la fugaz sensación de llegar “al otro lado del río”, se desplomaba, junto a mi una viejecita, delgada como un suspiro. Me sentí culpable por que cayó muy cerca mío, tal vez, pensé, por que me quiso esquivar. Y la tomé por los costados para levantarla. Me pareció que su peso era más del que se esperaría de una ancianita, mezquina hasta de sombra. Al levantarse y hasta que hube de recoger el último tomate, que cayera de su pesada bolsa, me miró. Culpándome directamente de su caída, con ojos cansados, que poco se mostraban tras sus gruesos lentes. Ponía a su alcance en bulto para seguir mi camino, cuando dijo: “Voy hasta aquél letrero amarillo de allá” Y enfiló por la vereda, con paso lento, dejándome atrás con el bulto.

Desde atrás se veía aún más decadente, sus zapatos eran negros, uno más grande que el otro, caminaba inclinada a su derecha. Una falda marrón caía con desaliño bajo un chaleco rojo, descolorido por el sol. El olor a anciana me alcanzaba a la distancia de tres metros. Llegamos al fin ante una puerta, y dejé el bulto apoyado en el umbral. Con ceremonia, la viejita, habría la chapa. Yo seguía allí, como si esperara alguna cosa. Había algo que me hacía pensar que esto ya había ocurrido. Y recién entonces observé el rostro de la anciana. Era fea. Esa fue la única impresión que me dio. Se podía asegurar que por su cara pasaba, cada tanto, una afeitadora. El resto era tapado por sus grandes anteojos. Casi en el acto de fijarse uno en su rostro, llamaba la atención su pelo enmarañado el cuál se apoderó de mis contemplaciones durante el tiempo en que la puerta tornó, dando paso a una pequeña mampara, seguida de una angosta escalera. Recién ahí, la vieja, sonrió. Como hacen ciertos animales cuando piden de comer o que se les acaricie.

Me adelanté en tomar el bulto y el primer peldaño me trajo al recuerdo que se me hacía tarde para llegar al banco. Pensé en lo horrible del servicio de estas casas y en la fila que me tocaría hacer si demoraba más en llegar. “Gracias, mijito, por cargar mi bolsa. Yo estoy tan cansada...” Esto último lo dijo con un tono exagerado y majadero. Pero seguía con gesto duro, se notaba por su boca encorvada hacia abajo, y el labio inferior arremangado a su cara. Cada peldaño que subió de fue motivo de sonsonetes y resoplidos asmáticos que yo oía desde arriba.

Justo en el penúltimo peldaño, se detuvo. Y sacándose los anteojos me atravesó con ojos masculinos. Yo, que estaba parado frente a ella di un paso atrás. Y, presa del desconcierto más absoluto, le oí decir éstas palabras: “¡Cagaste conchetumadre!, ¡Entrégala to’a!” Junto a mi nacían dos manos desde adentro de un mueble grande, como un ropero, que me atraparon. La anciana, que estaba sufriendo una extraña metamorfosis abuela-hombre, mientras se quitaba la peluca, fue a dar a la mampara, producto de una magnífica patada en el centro del pecho, que propiné con precisión. Mientras, las dos manos, ahora provistas de cuerpo y rostro, me inmovilizaban. Dos tipos más venían. Y me ataron de pies y manos, para después golpearme durante unos tres minutos con una variedad de combos patadas y codazos, que no tienen fácil competencia, ni pueden soportarse sin alaridos de verdadero dolor.

Al término de su faena, los matones desaparecieron sin decir palabra. El hombre-anciana entonces, se acercó y de mi bolsillo extrajo, la suma de dinero.