viernes, 4 de marzo de 2011

La muerte de Apólito, el último ángel



   Afuera se apagaban los últimos ruidos de la tarde. Se podía escuchar el silbato del último tren de la vieja estación casi siempre vacía. En un pupitre improvisado con aspecto de años de quietud se encuclillaba Cora para rezar antes del té. Apólito reposaba, con el mismo aspecto del pupitre; aspecto que cubría todo el interior de la casa que compartía con Cora. Miraba, por mirar algo, las últimas luces en la ventana.
-         Tú también te deberías encomendar.
-         ...
-         Es el colmo, no lo puedo creer – decía Cora mientras juntaba las manos.
-         ...
-         Por eso estamos aquí... solos.
Apólito no quitaba la vista de la ventana, prefería el parpadeo de la tarde a la devoción de su mujer por el Dios que los tenía despechados.
El cántico de Cora apenas se escuchaba y de tanto en tanto era cortado por un sollozo. El canto religioso, tenía una belleza extraña, la voz de Cora era como si muchas voces. El idioma no marcaba, para oído humano alguno, transición reconocible entre vocales y consonantes, sílaba y sílaba. No hay armonía posible para encuadrar aquella música balbuceada.
Con ojos furiosos, el viejo Apólito, mantenía su vista colgada en la noche a través de la ventana, en donde si uno se detenía, el reflejo de Cora era insinuado gracias a la única vela, que parecía danzar, en el centro del pupitre.
El cántico culminó con una nota única y mantenida por Cora hasta que pareció que el sonido salía directamente desde su pecho, como un silbido. Y, en efecto, no podría ser de otra forma. Cora ya había dejado la melodía permaneciendo en profunda meditación, sin embargo el sonido aquel de aquella nota, vibraba en toda la casa. Un sonido tal, que parecía darle un extraño color a cada objeto e iluminaba el lugar haciendo inútil ya la luz de la única vela, ahora quieta.
Tendido en el sofá, cuerpo caído, gesto amargo. Apoyado en sus amarillentas alas, de ángel caído, pensaba. La condena era amarga. Lo quemaba por dentro. Y por fuera, lo abrazaba un frío eterno. Una lucha insoportable en un cuerpo desgastado que no quiere la resistencia.
Luego de un rato, que pareció mucho tiempo, Cora se enderezaba en medio de la transparente sinfonía del silencio.
Un grupo de flamas hirviendo una vieja tetera sin tapa. Una mesa de maderas desgastadas, que entre sus tablas, muy juntas, mostraba sus selladuras de superficie, hechas por años. De harina y agua; harina y agua. Años de pan y pasteles, pastas y podo tipo de masas, que Cora se afanaba en preparar, al caer la tarde, para acompañar el té. Era este, tiempo bueno, las grosellas tenían un perfecto equilibrio entre dulce y ácido, el sabor preciso en el vaivén de los sabores que presenta la buena grosella.
...Y el ritual de las masas. Cora encorvada luchando la lucha del panadero.
Atrás, Apólito parece dormitar con los ojos abiertos; vacíos. Tiene ese aspecto que solo una prenda en desuso puede alcanzar si está tirada en algún tejado, expuesta al sol y al polvo. La penumbra que envuelve a Apólito es la penumbra que envuelve al desterrado, al que está en exilio, al que tiene marcada la frente, al maldito. Con ojos que han olvidado el llanto parece decir su última consigna. Y parece cantar. Adentro muy adentro, el viejo Apólito dice su himno.
Cuando la cena estuvo lista Cora preparó los últimos detalles. Ubicó el canasto del té y el azúcar; partió trozos de tarta, para llevarlos a la mesa.
-         Está lista la tarta... se va a enfriar el té.
-         ...
-         ¡Apólito!
-         ...
-         ¡Apólito!
-         ...
-         ¿¡Viejo!?
-         ...
Dejó caer el cuchillo y avanzó hacia el sofá. La muerte abrazaba al viejo Apólito y ya había apagado el último calor de su pecho. La mirada del muerto contrastaba con su expresión, mezcla de alborozo, terror y descanso.




(faic, valparaíso, 2008)